miércoles, 3 de julio de 1996

EL MAR (Cuento)

Ni había sido fácil, pero finalmente había logrado convencerlo. Allí estaba, como achatado en el asiento delantero de su auto, que transitaba rápidamente por el polvoriento camino, silencioso. Luego de una larga y paciente conversación, con la promesa de traerlo de vuelta pronto, logro finalmente que abandonara, por un día ese, que también había sido muchos años atrás, su hogar.
Mientras el auto buscaba escapar de la nube de polvo espeso que su propia marcha levantaba, el conductor quedaba atrapado en sus recuerdos. Allí había nacido y crecido hasta que muy joven aún, había logrado desprenderse de esa monotonía en que se desarrollaba la vida en ese pueblo perdido en un recoveco del Uruguay.
Aminoro la marcha convencido de que no lograría escapar así, del polvo del camino. Ahora, pudo prestar mayor atención al paisaje de su alrededor. Campos multicolores, algo monótonos por cierto, por la falta de accidentes geográficos relevantes.
De reojo, miro al hombre sentado muy tieso en el asiento contiguo. Tuvo la impresión, por la postura de su padre, que el cinturón de seguridad que él le había colocado después de una breve discusión, era como una especie de atadura que lo mantenía prisionero al asiento del auto.
Recordó entonces, las horas que habían pasado desde el momento en que rompió la monotonía del refugio de su padre y se presento- ya no para visitarlo-, cosa que no hacia muy a menudo por cierto, si no a buscarlo para llevarlo a que conociera el mar.
- ¿Y que tiene de interesante un montón de agua toda junta? Sí habré visto crecientes en mi vida, para perder tiempo viajando hasta la capital para ver el agua amontonada- fue la repuesta evasiva ante la invitación.
Fueron vanos los esfuerzos que realizó para encontrar la forma de decirle, que el mar, era algo más que un montón de agua toda junta. El esfuerzo por encontrar un argumento, lo condujeron, sin querer, a aquella vez que con escasos 12 años gracias a un inusual e inolvidable viaje de fin de curso escolar, vio por primera vez lo que creyó durante muchos años, que era el mar...y se había quedado sin habla ante él.
Después de eso, no lo pudo olvidar jamás. Finalmente, ya con unos años más, terminó abandonando su pueblo, yéndose a vivir a Montevideo, a los pies de ese rumor inquieto que para él, aún, era el mar.
Tiempo después, en aquella pensión de la ciudad vieja, tuvo su segundo gran descubrimiento.
No pudo recordar su rostro, ya perdido en algún recoveco de su memoria, si no su voz. Aquella voz algo ronca y a la vez algo aniñada, que era capaz de contar y decir tantas cosas que él aun no entendía del todo, pero que por ser “cosas de ella”, le resultaba grato y a la vez misterioso escuchar.
Seguramente, el hecho de que fuera la voz de ella la que perdurara en sus recuerdos, se debía a que cuando acudía a su pieza de pensión-siempre a escondidas de la gallega que la regenteaba-, para evita la expulsión que significaba irremediablemente las visitas femeninas clandestinas, entraba a oscuras a su pieza y esta oscuridad se mantenía aun después de haber entrado.
Luego de haberse reconocido en mudos besos y apretadas caricias, tirados en la cama turca de una plaza, hablaban largamente en voz muy baja, casi en susurros.
Ella de temas que muchas veces le costaba seguir por lo complicado de los mismos.
El simplemente de lo bien que se sentía junto a ella.
Una noche, que era doblemente noche en la oscuridad de la pieza, él comenzó a hablar del mar, de cuando lo conoció por primera vez, de como le gustaba los domingos ir hasta la escollera Sarandí a tomar mate y pasar horas mirando el mar.
Ella se había enderezado en la cama y mirándolo o adivinándolo desde la oscuridad, le había acariciado el pelo y le había dicho susurrando:
-Eso no es el mar. Vos no conoces el mar. Ese es simplemente el río. El mar es otra cosa.
-Como que eso no es el mar. ¿Qué decís?
-Se parece, pero no es. Es un río grande como mar, pero es solo un río. El mar, es otra cosa.
Luego de un prolongado silencio, donde desde mundos distintos, él asimilaba la revelación recibida minutos antes y ella, saltando de una idea a otra como acostumbraba a hacer.
- ¿Vos me amas?- le interrogó la voz ronca de ella.
-Si, por supuesto. ¿Lo dudas acaso?
-No- susurro quietamente-, solo que el amor es otra cosa muy difícil de alcanzar. Confundiste el río con el mar, también podes confundir tu soledad, con el amor.
Permanecieron largos minutos en silencio y luego ella comenzó a vestirse, lentamente.
Cuando se inclino para besarlo antes de irse, como lo había hecho muchas veces- aunque esta vez había algo distinto-, dejo caer sobre su mejilla un suave beso y sobre su cara el frío húmedo y salado de una lagrima.
-¿Estas llorando?-preguntó.
-Te parece, pero en realidad, llorar es otra cosa. Solo dejo que algo del mar, ese mar que aun no conoces, asome por mis ojos- dijo haciendo que las abundantes lagrimas que corrían por su rostro, terminaran en la boca de él.
Ya con una mano sobre el picaporte de la puerta, dejo caer en la oscuridad apenas rota por la luz del corredor que empezaba a asomarse por la puerta entreabierta, estas últimas palabras cargadas de misterio.
-Ahora sí quizás seas capaz de conocer el verdadero mar- y desapareció con la luz que también se fue con ella.
La perdida de estabilidad del auto a raíz de la arenilla depositada en un camino con poco transito automotriz, le obligo a salir sus recuerdos. Recuperó el control del vehículo, y prestó atención a su silencioso acompañante.
-Dentro de poco entraremos a la ruta y viajaremos más rápido- comentó, por decir algo.
-No hay apuro m´hijo. - contesto el anciano sin dejar mirar a la distancia.
-Antes de llevarlo a que conozca el mar, vamos a pasar por Montevideo, pero allí no está el mar – aclaró inútilmente. Solo está el río, que es grande como mar, pero eso no es el mar-, concluyó.
En el pasado, esa misma explicación había generado miles de especulaciones en él. Esas habían sido las últimas palabras de ella, antes cerrar la puerta del cuarto de pensión y perderse en la otra noche- no aquella que ellos fabricaban para no despertar las sospechas de la gallega-, si no la otra noche que se extendía calle abajo hasta fundirse en aquel mar que desde esa noche, paso a ser “otra cosa”: un río.
Desde aquella noche, la bajada hasta la escollera Sarandí, perdió gran parte del anterior encanto. Desde ese día, muchas noches encerrado en su pieza, apago la luz y trató recordar cada palabra de ella. Buscó inútilmente, algún mensaje que aquella noche no supo interpretar. Y en esa soledad, solo pudo reencontrar el sabor salado de las lágrimas.
Tiempo después, tuvo la oportunidad de viajar a Rocha y en un rincón de ese Departamento, conocer el verdadero mar. Fue allí donde supo de la muerte repentina de su madre y llorar en silencio en una solitaria playa, la imposibilidad de poder llegar a darle el último beso. Allí entendió cuan solo estaba, y que el mar era otra cosa.
A pesar de que había vivido muchos años solo y estaba acostumbrado al silencio, le resultaba algo incomodo llevar a su padre al lado y no ser capaz de encontrar esa comunicación que debería ser normal entre un padre y un hijo.
-Como nunca se le ocurrió viajar a Montevideo y conocer la capital?-,preguntó tímidamente.
-No había necesidad m´hijo-, contestó su padre sin desviar la vista del horizonte.
-Pero es lindo conocer otros lugares. Conocer el mar, por ejemplo-, interpuso el hijo esperanzado en extender ese dialogo que hasta ese momento, no había experimentado como una necesidad que lo empezaba a angustiar.
-Pero hace un rato me dijiste que en Montevideo el mar no es el mar-, argumento con extrañeza el anciano mirando esta vez a su hijo.
-Bueno, quise decir, conocer el río, la playa.
-Río, tenemos acá, para que viajar tanto-, concluyo el viejo dando por terminada la conversación.
* * *
Había empezado a sospechar que la idea de llevar a su padre a conocer el mar, no había sido una buena ocurrencia. Como tampoco lo había sido aquella vez en que, vaya uno a saber por que mecanismo de culpa o compensación, le había llevado de regalo una moderna radio, que su padre seguramente nunca llego a encender.
Le costaba sacar alguna conversación, encontrar algún punto de contacto entre lo que eran sus preocupaciones diarias, sus temas de conversación y la incógnita de los largos silencios de su padre. Cuando realizó alguna parada en los paradores de la ruta para tomar un café o concurrir a los baños, su padre se había negado sistemáticamente a acompañarlo, permaneciendo dentro del auto.
Solo una vez, tomo la iniciativa y en medio de un paisaje desolado y oscuro, le pidió que detuviera el auto.
-Desáteme m´hijo y déjeme salir- pidió.
Le aflojo el cinturón de seguridad y le abrió la puerta. El hombre bajó y con paso vacilante y entumecido se alejo de la banquina, y se puso a orinar a la sombra de un espinillo que estaba plantado a la orilla de un alambrado de cuatro hilos.
Cuando regresaba en dirección al auto sorteando con dificultad la pendiente de la banquina, el hijo fue conciente de los años de su padre.
Bajo del auto, le abrió la puerta y lo ayudo a sentarse nuevamente en su asiento. Se sintió en la obligación de decirle que el cinturón de seguridad, no era para atarlo, si no para su seguridad. Y hasta estuvo tentado, pero no lo llegó hacer, de ofrecerle regresar sí estaba arrepentido del viaje.
-Si esta cansado papá, dígamelo y paramos a descansar-, le propuso antes de arrancar nuevamente el auto.
-Mire si un hombre va a cansarse de estar sentado-, le contesto con acento de extrañeza.
Una hora y media más tarde, ya se encontraban en la entrada a Montevideo y el hijo mirando a su padre que seguía en silencio a su lado; estuvo barajando la idea de concluir su viaje ante el río que estaba a pocos minutos de viaje. Total, el río es como el mar, pensó. En vez de tomar la conexión con la ruta ínterbalnearia, enfiló por la avenida Agraciada. Luego tomó por la calle Paraguay, y se desvió a la altura de la antigua Estación de trenes para tomar por la Rambla Baltasar Brum rumbo al puerto, hasta llegar a la escollera Sarandi.
Cuando estuvo a la altura de un viejo faro a pocos metros de la escollera, ya era muy entrada la noche.
- Que le parece Papa?, ese es…el mar - exclamo señalando la oscuridad que se extendía más allá de los muros de contención de la rambla montevideana y que no alcanzaban a iluminar los focos a mercurio de la calle.
El anciano, no decía nada, seguía mirando al horizonte y de pronto volvió la cabeza y se quedo mirando al hijo en silencio. El conductor del auto, quedo como atrapado en la mirada perdida, no del asombro que él había experimentado en su niñez ante el mismo espectáculo, si no solamente perdida y desconcertada, del anciano.
- ¿Quiere bajar un rato a estirar las piernas?— preguntó mientras descendía del auto y se dirigía a abrir la puerta del acompañante. Abrió la puerta y cuando con sus manos intentaba desabrochar el cinturón de seguridad, sintió sobre sus manos las rugosas de su padre que le impidieron continuar operando sobre el cinturón.
- No, deja...estoy bien así, esta un poco fresco-, comento sin soltarle las manos.
El hijo se sintió apretando él sus manos sobre las de su padre y asintió
- Es cierto, sopla un viento algo fresco para esta época del año, que se siente mucho más acá, junto al...mar,- concluyo sin acertar a dar por terminado el comentario, y sin querer terminar con ese apretón de manos y cerrar la puerta por donde entraba la brisa motivo de sus comentarios y de la negativa de su padre de descender del auto.
- De pronto creyó entender el significado de la mirada de su padre y ese contacto aun fuerte de sus manos.
-Era una broma Papá, mire si Ud no se iba a dar cuenta que este es un río, que se parece al mar, pero que no es el mar -confesó de un tirón. Le llevo ambas manos a su propio regazo, y apretándolas mas fuerte en tono de complicidad le decía mientras cerraba la puerta y se dirigía a la suya para poner nuevamente en marcha al automóvil.
-Vamos a tomar algo caliente y en seguida arrancamos para llegar a dónde esta el verdadero mar…- y la ultima frase se perdió ahogada con el rugido del motor subiendo por la calle Buenos Aires rumbo al centro.
A pocas cuadras, se encontró con el anuncio de la calle donde estaba instalada la pensión de la gallega, y sin pensarlo torció rumbo a la rambla nuevamente. Donde estuvo antaño la pensión, solo encontró un estacionamiento de autos. Entreparo el suyo, buscando algún trozo de paisaje conocido y sólo encontró al final de la calle sobre la rambla, el río nuevamente.
Miro a su padre y lo vio recostado sobre el asiento, con los ojos cerrados, adormeciendo seguramente luego del desacostumbrado viaje que rompió sus acostumbradas y apacibles rutinas. Desecho la idea de una parada para tomar algo caliente y prefirió enfilar por la rambla costanera rumbo al este, para que quizás el despertar de su padre fuera frente al mar.
Cuando torcía por una pronunciada curva, pudo ver por el espejo retrovisor, que la cabeza de su padre había caído hacia adelante e intuitivamente le tomo sus manos encontrándolas frías e inertes.
Se sintió gritando
-¡Papá!-, mientras que el auto fuera de control se precipitaba al agua, luego de chocar contra el muro de la rambla.
* * *
El periodista encargado de las páginas policiales, bostezó y terminó de escribir en el computador, las noticias que se incluirían en la edición matutina del diario.
Volvió a leer los últimos párrafos escritos y se quedo pensativo, como dudando de algo de lo escrito. Finalmente llevo el cursor ante la última frase y donde decía “precipitándose al mar”, tacho la ultima palabra, la sustituyó por río y dio por concluida su jornada.