jueves, 24 de septiembre de 2009

LOS TRES MONOS:EL QUE NO QUIERE VER, EL QUE NO QUIERE OIR Y EL QUE QUIERE HABLAR.


Publicado en el libro "Las Palabras que llegaron", presentado el 24/09/09 en el Teatro El Galpón

“Si olvido y memoria, al decir de Borges, son como cara y ceca de una misma moneda ¿Cuál es la relación entre olvido y omisión?
El olvido es del orden del inconsciente, la omisión es racional e intencional.
Si bien el olvido no es ingenuo, menos lo es la omisión”.
(Tomado de “Docencia y Memoria”, del Sindicato Unificado de los Trabajadores de la Educación Fueguina, CETERA-CTA).

En Argentina monseñor Miguel Hesayne, sabía de los crímenes de la dictadura de su país, y no compartía en absoluto la política de complicidad que con los dictadores mantuvo la mayoría de la iglesia católica, a la que él pertenecía. Por ello, había tenido el valor de expresar públicamente, su condena a esos crímenes, en la persona de uno de sus responsables, el dictador Jorge Rafael Videla.
Esa condena, era categórica y no dejaba lugar a dudas, tal como la graficaba Hesayne: al General Rafael Videla ni Dios podía perdonarle sus crímenes.
Y como eso era así, tanto en el cielo como en la tierra, él asumía personalmente esa condena y repudio, al menos, en el territorio argentino. Afirmaba que en lo personal, impediría la entrada del dictador a los templos de su diócesis y le negaría la administración de los sacramentos.
Era una muestra de mucho valor, en una Argentina, donde por menos de eso, muchos religiosos terminaron en el fondo del Río de la Plata, muertos en las calles o pudriéndose en las cárceles.
Cuentan, que tiempo después, la vida quiso poner a prueba el valor y la consecuencia con sus dichos de Monseñor Hesayne. En la ciudad de Bariloche que integraba la Diócesis de monseñor Hesayne, supieron coincidir en una ceremonia religiosa, los dos personajes de esta historia: el General Videla en su devota e hipócrita costumbre de concurrir a los rituales de la iglesia católica, y monseñor Miguel Hesayne realizando su acostumbrada tarea de oficiar misa para sus feligreses.
Dicen, y queda para la voluntad del lector, creerlo o no, que monseñor Hesayne, ignoraba la presencia de Videla en su ceremonia.
Lo cierto es, que cuando llegó el momento de la comunión y los feligreses – Videla entre ellos-, avanzaban lenta y ordenadamente hacía el altar para recibir la administración del sacramento, se apagaron todas las luces del templo. Y en la penumbra de las velas de los altares, monseñor distribuyo personalmente la comunión a todos los presentes, sin excepción.
Una vez culminado el ritual y cuando los fieles habían retornado a sus lugares, confortados por la comunión con Dios, volvió la luz eléctrica al recinto religioso.
El apagón producido por la interrupción del fluido eléctrico en las instalaciones del templo, habría sido la causa de que en la penumbra de las velas, el dictador recibiera la Eucaristía de manos de quien había afirmado que no se la daría.
Un hecho, al parecer fortuito, habría impedido que se cumpliera la voluntad anteriormente manifestada del religioso contra el Dictador.
Sobre lo ocurrido en la mencionada ceremonia religiosa y en torno al hecho que había permitido que Videla comulgara de manos de quien había asegurado que no sería él quien lo hiciera posible, se realizaron las más variadas interpretaciones.
Una de ellas y la más disparatada, es la que saco el propio Videla. Según el dictador “...por encima de la voluntad de monseñor Hesayne había otra voluntad que no deseaba privarme de mi encuentro con Él en la Eucaristía”.
Otra interpretación era que, quién había tenido la valentía de arrogar luz pública sobre los crímenes de Videla, hubiera usado el artificio de una oscuridad provocada por su propia voluntad para disimular el no cumplimiento de su prédica.
Y otra es que alguien, sin el consentimiento de Hesayne, urdió el ardid del apagón. Algo así como para quedar bien, con Dios y con el Diablo.
En nuestro país y en materia de comportamientos políticos hay muchos dispuestos a bajar o mandar que otro lo hagan, las llaves de la luz, ante situaciones similares, en la que queda en evidencia la inconsecuencia. Los hay también, quienes creen que por encima de la voluntad popular, y en contra del imperio de normas legales que se ha dado la comunidad internacional para proteger a las personas de los abusos de poder de los Estados y sus agentes, son intocables. Están fuera del alcance del brazo de la ley.
Y por suerte, los hay también, dispuestos a volver a prender la llave, aún a riesgo que la vuelta de la luz, nos haga ver lo que algunos no quieren ver.
Mucho, aunque insuficiente aún, se ha avanzado últimamente a partir de algunas medidas que apuntan a que, cada vez menos de lo ocurrido en nuestro pasado reciente, quede en la oscuridad. En esos rincones a los que trabajosamente se empezó a alumbrar, se descubrió que, atrás de los llamados excesos, había ejecuciones masivas de prisioneros secuestrados; que los cuarteles eran cementerios clandestinos donde las fuerzas armadas ocultaban sus crímenes y que el aparato del Estado se transformó en una asociación delictiva para traficar con niños.
Quienes con su firma hicieron posible que en octubre los ciudadanos puedan definir qué hacer con la ley de caducidad, no quieren vivir en la oscuridad del no saber. Quisieron que ese día, donde se define qué fuerza política conducirá los destinos del país, se defina, también, qué país es el que quieren que gobierne su candidato preferido. Apostamos a que los uruguayos, de haber tenido la posibilidad de estar en la iglesia de Bariloche durante el encuentro de Hesayno y Videla, restablecieran la luz. Porque no quieren mirar para otro lado y hacerse los distraídos. Porque no quieren convivir con asesinos y transformarse en cómplices. Porque no quiere tener miedo.
Quienes somos parte de una generación que se va muriendo con sus experiencias, hacemos un esfuerzo por no extinguirnos sin haber podido trasmitir esas experiencias. Si todo lo que desaparece, se esfuma, es sano que nos asalte el temor de que el silencio se lo trague todo. Por eso seguramente, queremos ser una generación que grita sus verdades, para dejar,-como alguien dijo- al menos, un eco, con la esperanza de lo que ese eco pueda provocar al toparse con otro ser humano. Aunque sólo fuera eso, valdría la pena.
De ahí, que este relato tenga – sobre todo a estas horas donde somos convocados a enjuiciar en los próximos meses la ley de caducidad-, el rol de una suerte de testigo de cargo. No para juzgar al otro, sino para medirnos a nosotros mismos.
Raro privilegio en el que nos ubica la historia: jueces, testigos y demandantes. Estamos en el momento de los alegatos, de referirnos a la prueba que demuestra que el país no puede convivir con una situación de injusticia, que paradójicamente ocasiona una norma legal.
Desde esas roles, debemos ser también una suerte de cronista de los acontecimientos que dieron origen a tan desgraciado escenario desde el cual analizamos nuestro pasado reciente: el escenario de la impunidad.
Una realidad política de hace 33 años nos sentó en un lugar incomodó, desde el cual es imposible la mirada democrática. Lugar inadecuado para mirar el futuro y para pensar con optimismo la construcción de un mundo mejor.
Somos algo de todo eso, protagonistas y testigos. Pero sobre todo somos memoria, acumulada en un cuerpo que no perdurará, de ahí nuestra necesidad de dejar nuestras huellas, nuestro rastro por el devenir histórico.
Pero nuestra memoria, tiene otras urgencias. Sobre todo, cuando las necesidades de dejar nuestras huellas y nuestro rastro, no son personales, sino colectivas.
Raúl Olivera

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